
Del libro a la pantalla: la herencia imposible de Åsne Seierstad.-
Paul Greengrass hereda de Åsne Seierstad un material que ya había resuelto magistralmente el dilema de la representación: su "One of Us" logra la proximidad íntima sin obscenidad, la comprensión sin justificación. La película, en cambio, debe enfrentarse a las limitaciones inherentes de su medio: la imagen siempre "espectaculariza", el montaje siempre manipula, el encuadre siempre elige.
Greengrass, que en "Bloody Sunday" demostró cómo el cine puede servir a la memoria histórica sin traicionarla, aquí se encuentra con un material que se resiste a ser traducido. Su decisión de mantener el título del libro revela una humildad que no siempre logra sostener a lo largo del metraje.
La adaptación se convierte en un ejercicio de contención emocional que, sin embargo, no logra escapar completamente de las trampas inherentes a su propio medio. Greengrass, maestro del realismo visceral en films como "United 93" o "Captain Phillips", se encuentra aquí con un material que se resiste a ser cinematográfico sin caer en la obscenidad del espectáculo.

El peso de la imagen: cuando el cine se vuelve espejo.-
Los primeros cuarenta minutos de "22 de Julio" son intensos. No por lo que muestran, sino por lo que logran hacernos sentir: la fragilidad absoluta de la normalidad. Greengrass construye una tensión que no nace del suspense, sino de la inevitabilidad. Sabemos lo que va a pasar, pero esa certeza, lejos de reducir el impacto, lo amplifica hasta volverlo insoportable.
La cámara de Greengrass se convierte en testigo reluctante, nunca voyeur. Su cinematografía, descrita por los críticos como "moody and dark, all low light and pained faces" (malhumorada y oscura, todas con poca luz y caras doloridas), no busca la estética del horror, sino su verdad emocional. Cada plano parece cargado de una responsabilidad moral que trasciende lo puramente visual.
Sin embargo, es después de esos primeros minutos cuando la película revela tanto sus virtudes como sus limitaciones. La decisión de seguir múltiples narrativas —el superviviente, el sistema judicial, la sociedad noruega— diluye la potencia inicial en favor de una reflexión más amplia pero menos concentrada.
La actuación como cartografía del vacío.-
Anders Danielsen Lie no interpreta a un terrorista; interpreta la ausencia de algo que debería estar ahí. Su actuación funciona como un mapa de un territorio que no existe: la empatía que falta, la conexión humana que se rompió, la capacidad de reconocer al otro como igual. Su mirada es perturbadora no porque él sea monstruoso, sino porque es reconociblemente humano hasta el momento preciso en que deja de serlo.

El espejismo de la superación.-
Es en su segunda mitad donde "22 de Julio" se convierte en algo más problemático. La película abraza una narrativa de superación que, aunque emocionalmente satisfactoria, simplifica la complejidad del trauma. Los 103 minutos que siguen al atentado se sienten como un telefilm de sobremesa, donde las heridas se curan con determinación y las sociedades se sanan con buenas intenciones.
Esta transformación no es accidental. Es el resultado de una decisión consciente de Greengrass de evitar el sensacionalismo, pero a costa de caer en otro tipo de manipulación emocional: la que nos dice que todo dolor puede ser superado, que toda tragedia puede encontrar su redención.

El abogado en el espejo.-
Una de las líneas narrativas más fascinantes, aunque insuficientemente desarrollada, es la del abogado defensor. Su figura representa el dilema moral que toda sociedad democrática debe enfrentar: cómo mantener sus principios cuando estos mismos principios son atacados desde dentro. Es un hombre que debe defender profesionalmente lo que rechaza moralmente, y en esa contradicción reside una de las reflexiones más profundas de la película.

La inmigración como personaje invisible.-
La película incluye personajes inmigrantes que muestran una humanidad y empatía que contrastan con la frialdad del terrorista noruego. Esta decisión narrativa no es casual, pero tampoco es necesariamente tendenciosa. Greengrass parece sugerir que la amenaza a la sociedad noruega no viene de fuera, sino de dentro, no de la diferencia, sino de la incapacidad de aceptarla.
Sin embargo, esta lectura puede resultar demasiado simplista para un fenómeno complejo que la película apenas logra abordar en su superficie. La inmigración aparece como telón de fondo, pero no como tema de análisis profundo.
La duración como síntoma.-
Ya lo he dicho en muchas otras ocasiones: La duración excesiva suele bajar la sensación final. Los 143 minutos de "22 de Julio" se sienten desiguales. Si los primeros 40 minutos son un puñetazo al estómago, los siguientes 103 son una caricia condescendiente. Esta desproporción no es solo un problema técnico, sino sintomático de una película que no termina de decidir qué quiere ser: thriller político, drama de superación o ensayo sociológico.

El peligro de la normalización.-
"22 de Julio" camina por la cuerda floja entre la memoria necesaria y la normalización inadvertida. Al convertir la tragedia en narrativa cinematográfica, corre el riesgo de domesticar lo que debería permanecer indomable. La película parece consciente de este peligro, pero no siempre logra evitarlo.
Greengrass intenta resolver esta tensión enfocándose en la recuperación y la esperanza, pero es precisamente en esa decisión donde la película pierde parte de su fuerza. El horror no necesita redención cinematográfica; necesita testimonio.

La pregunta que permanece.-
Al final, "22 de Julio" nos deja con una sensación ambivalente. Es una película necesaria que no termina de justificar su propia existencia, un testimonio valioso que a ratos se convierte en espectáculo, una reflexión profunda que se diluye en lugares comunes.
Su mayor logro no está en las respuestas que ofrece, sino en las preguntas que deja sin resolver. ¿Puede el cine abordar ciertos temas sin traicionarlos? ¿Existe una forma ética de espectacularizar el horror? ¿Cómo recordamos sin repetir?
La película de Greengrass no responde estas preguntas, pero las formula con una honestidad que honra tanto a las víctimas como a los supervivientes. Y quizás esa sea, al final, su mayor virtud: no pretender tener las respuestas a preguntas que no deberían tener respuesta.
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